jueves, 23 de febrero de 2012

CHOPIN AL ATARDECER


Inesperadamente de su cuello empezaron a brotar cabezas, dos, tres hasta tener cuatro, el hormigueo en su cuello se asimilaba al de la arena picante sobre la piel. Desconcertado se fue al espejo y no vio más que aquellas medusinas moviéndose sin ojos, retorciéndose como gusanos en sal.

¿Qué haría? Se imaginaba los titulares vespertinos, Hombre joven se ve en la necesidad de degollarse, ¿taparlas?, imposible, aquellos botones eran demasiado grandes para taparlos. Decidió tranquilizarse ¿que pasaría cuando nacieran ojos?, ¿cuantos lados de la moneda podría ver? ¡Que espanto! Dirían algunos.

Decidió acabar con su martirio, cogió las tijeras más grandes y desesperado empezó a pasarlas por las pequeñas nucas, pero era imposible, parecían hechas de plástico, de un caucho indestructible, aparentemente era inmune al filo y al dolor. Pensó en todas las cosas que se perdería de vivir o de conocer, su opción como fenómeno  sería trabajar en aquellas ferias o circos ambulantes deprimentes y sin vida. Con las manos empezó a golpear las cabezas, pero no existía salvación a su continuo cosquilleo y al dolor que no aparecía.

Esperó todo el día hasta el anochecer, salió de su casa con camino al hospital y al salir, maldijo las puertas para hombres de una sola cabeza. Al llegar a la sala de emergencias, la gente emprendió una campaña triunfal en correr por todas direcciones y después de buscar por un largo momento encontró a un grupo de médicos.

Horrorizados por desconocer la razón de los brotes y no encontrar aquello como natural o que algún libro hubiera registrado, se dieron por vencidos con sus juramentos tirados a la basura. Sin nadie que lo ayudará regresó a casa antes del amanecer.

Una vez ahí,  mareado y confundido decidió dormir. Lo que era una tarea fácil y cotidiana fue una odisea de enojo, lágrimas e incomodidad. ¿Dónde diablos acomodaría sus cuatro cabezas? Desesperado, bajo a tocar el piano, melancólico y con su vida revuelta, logró dormirse ahí sentado, solo, a la deriva.

Despertó a mediodía y comenzó a ver cuatro cosas distintas: la parte trasera del salón de música, las teclas, la partitura, las ventanas y el techo; sus otros ojos habían nacido. Mientras personas en todo el mundo imploraba por un solo ojo, el muy desafortunado o afortunado tenía ocho.

Sin más fuerza de voluntad para continuar, llamó al director de la orquesta para reportarse como enfermo, un cierto dolor de cabeza, que aclaró, no se iría con una píldora.

De pronto se le ocurrió la idea perfecta, horrorizar, salir a la calle con sus cuatro cabezas y aterrar a todo el mundo, a final de cuentas, ¿cuál sería su delito?

Sacó su piano a la calle, se vistió con sus mejores galas y ahí, en medio del camino, empezó a tocar como nunca, como si ese día fuera el ocaso de su espíritu, lenta, rápida y apasionadamente. Pudo mantener sus ocho ojos cerrados mientas sus dedos seguían la armonía de las partituras de memoria.

Al finalizar, sus dedos dolían un poco y por un momento tuvo miedo de que al abrir los ojos, estos se reprodujeran en cuarenta, pero no fue lo que ocurrió. Al hacerlo pudo ver una multitud alrededor de él, algunos lloraban, unos estaban conmovidos y otros espantados ante aquel personaje tan grotesco y hermoso al mismo tiempo.

Sin decir nada entró a la casa empujando su piano; la gente estaba muda, totalmente anonadada ante aquel espectáculo, pero el hizo caso omiso mientras cerraba de par en par las cortinas. Cada uno de sus ojos empezó a llorar.

Volvió a dormir, soñó que todo acabaría a la mañana siguiente, que ya había pagado algún tipo de sentencia previa o alguna maldición gitana de sus ancestros. Pero el amanecer regresó con aquel día intransigente que no perdona ni exime a nadie, siempre regresa.

Ya no hay nada que perder, por eso cada día vuelve a tocar una melodía al atardecer.

Publicado previamente en:
Revista Tlamatini. Volumen I, año seis, número 19 (Enero-agosto 2010) Facultad de Humanidades, UAEM, p. 19. 

1 comentario: