Inesperadamente
de su cuello empezaron a brotar cabezas, dos, tres hasta tener cuatro, el
hormigueo en su cuello se asimilaba al de la arena picante sobre la piel.
Desconcertado se fue al espejo y no vio más que aquellas medusinas moviéndose
sin ojos, retorciéndose como gusanos en sal.
¿Qué
haría? Se imaginaba los titulares vespertinos, Hombre joven se ve en la necesidad de degollarse, ¿taparlas?,
imposible, aquellos botones eran demasiado grandes para taparlos. Decidió
tranquilizarse ¿que pasaría cuando nacieran ojos?, ¿cuantos lados de la moneda
podría ver? ¡Que espanto! Dirían algunos.
Decidió
acabar con su martirio, cogió las tijeras más grandes y desesperado empezó a
pasarlas por las pequeñas nucas, pero era imposible, parecían hechas de
plástico, de un caucho indestructible, aparentemente era inmune al filo y al
dolor. Pensó en todas las cosas que se perdería de vivir o de conocer, su
opción como fenómeno sería trabajar en
aquellas ferias o circos ambulantes deprimentes y sin vida. Con las manos
empezó a golpear las cabezas, pero no existía salvación a su continuo
cosquilleo y al dolor que no aparecía.
Esperó
todo el día hasta el anochecer, salió de su casa con camino al hospital y al
salir, maldijo las puertas para hombres de una sola cabeza. Al llegar a la sala
de emergencias, la gente emprendió una campaña triunfal en correr por todas
direcciones y después de buscar por un largo momento encontró a un grupo de
médicos.
Horrorizados
por desconocer la razón de los brotes y no encontrar aquello como natural o que
algún libro hubiera registrado, se dieron por vencidos con sus juramentos
tirados a la basura. Sin nadie que lo ayudará regresó a casa antes del
amanecer.
Una
vez ahí, mareado y confundido decidió
dormir. Lo que era una tarea fácil y cotidiana fue una odisea de enojo,
lágrimas e incomodidad. ¿Dónde diablos acomodaría sus cuatro cabezas?
Desesperado, bajo a tocar el piano, melancólico y con su vida revuelta, logró
dormirse ahí sentado, solo, a la deriva.
Despertó
a mediodía y comenzó a ver cuatro cosas distintas: la parte trasera del salón
de música, las teclas, la partitura, las ventanas y el techo; sus otros ojos
habían nacido. Mientras personas en todo el mundo imploraba por un solo ojo, el
muy desafortunado —o
afortunado—
tenía ocho.
Sin
más fuerza de voluntad para continuar, llamó al director de la orquesta para
reportarse como enfermo, un cierto dolor de cabeza, que aclaró, no se iría con
una píldora.
De
pronto se le ocurrió la idea perfecta, horrorizar, salir a la calle con sus
cuatro cabezas y aterrar a todo el mundo, a final de cuentas, ¿cuál sería su
delito?
Sacó
su piano a la calle, se vistió con sus mejores galas y ahí, en medio del
camino, empezó a tocar como nunca, como si ese día fuera el ocaso de su
espíritu, lenta, rápida y apasionadamente. Pudo mantener sus ocho ojos cerrados
mientas sus dedos seguían la armonía de las partituras de memoria.
Al
finalizar, sus dedos dolían un poco y por un momento tuvo miedo de que al abrir
los ojos, estos se reprodujeran en cuarenta, pero no fue lo que ocurrió. Al
hacerlo pudo ver una multitud alrededor de él, algunos lloraban, unos estaban
conmovidos y otros espantados ante aquel personaje tan grotesco y hermoso al
mismo tiempo.
Sin
decir nada entró a la casa empujando su piano; la gente estaba muda, totalmente
anonadada ante aquel espectáculo, pero el hizo caso omiso mientras cerraba de
par en par las cortinas. Cada uno de sus ojos empezó a llorar.
Volvió
a dormir, soñó que todo acabaría a la mañana siguiente, que ya había pagado
algún tipo de sentencia previa o alguna maldición gitana de sus ancestros. Pero
el amanecer regresó con aquel día intransigente que no perdona ni exime a
nadie, siempre regresa.
Ya
no hay nada que perder, por eso cada día vuelve a tocar una melodía al
atardecer.
Publicado previamente en:
Revista Tlamatini. Volumen I, año seis, número 19 (Enero-agosto 2010) Facultad de Humanidades, UAEM, p. 19.
Es hermoso :)
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